El conejo de Alicia |
“¡Ya vienen, ya vienen!”. El Conejo Blanco, más que corre, vuela, de colegio en escuela, anunciando la llegada de una troupe de farsantes, soplagaitas y tunantes, que durante siete días, siete, en nuestra ciudad, llenarán plazas y cabezas de historias y de enredos. “¡Contadnos milongas, vendednos patrañas!” reclaman, fascinados, esos irreverentes bajitos que pueblan nuestras aulas. Y ahora que el invierno se apaga, en este marzo vent(ur)oso, se desentumecen las orejas, se levantan expectantes las cejas, bostezan las almejas y revolotean las páginas ilustradas de los libros.
La lectura es un pasaje de ida y vuelta de la vigilia al sueño, a través de senderos tortuosos de destino incierto. Y nosotros, los lectores, entonces, nos transformamos por un instante en pilotos de la máquina del tiempo, en magos del escapismo, en caminantes sobre el filo de la navaja, en arponeros tras el rastro de la ballena blanca. Y aunque los libros, probablemente, no nos muevan a ser mejores personas (o quizás sí), y ni tan siquiera nos conviertan en tipos más inteligentes (o quizás también), nos aquietan el alma y nos sirven de refugio y consuelo en los tiempos turbulentos (¿cuáles no lo fueron?).
Pero, al fin, el secreto del bosque viejo sólo será desvelado a aquellos que, como el anciano coronel, mantengan vivas en su interior las ascuas de la hoguera, los versos de la abuela, el canto alborozado del riachuelo, el siseo de la culebra al amanecer, el croar de un batracio sandunguero... “¿No oís? Ya están aquí. Vamos, acudamos raudos. Cómicos y charlatanes nos esperan”.
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